Esta frase, a diferencia de muchos otros fotógrafos, no la pronunciaba ni cuando me preguntaban de pequeña qué quería ser de mayor, ni tan siquiera cuando tuve que elegir qué carrera estudiar.
Mi afición a la fotografía apareció gracias a una de las asignaturas que tuve cuando realicé el bachillerato artístico. Por ese motivo, mi abuelo me regaló mi primera cámara. Elegí una Canon réflex de aficionado que me fue suficiente para aprender las nociones básicas.
A pesar de mi amor por la fotografía, decidí que lo más sensato era estudiar una carrera que también me gustase como magisterio infantil, pero en mis ratos libres no me olvidaba de la fotografía y necesitaba una cámara superior, y es cuando me compré ya una cámara semiprofesional.
Acabé la carrera y estuve trabajando durante casi cuatro años de maestra mientras me formaba como fotógrafa. Mi trabajo me encantaba pero sentía la necesidad de poder llegar un poco más allá en ese terreno que tanto me gustaba, tener mi propio estudio, crear mis decorados, montar mis campañas y hacer fotografía de embarazadas, recién nacidos, familias…
Y, teniendo un trabajo en el cual en ese momento era fija, es cuando dije a mi madre:
-¡Mamá, quiero ser fotógrafa!
-¿Fotógrafa? Pues adelante!
Fue una de las decisiones más difíciles de tomar, ya que por un lado había deseado tanto ese momento, pero por otro estaba cargada de miedos. Miedo a no tener clientes, miedo a perder aquellos pequeños ahorros que había ido guardando, en definitiva miedo al fracaso.
Pero mis ganas vencieron a mis miedos y es cuando empezó esta aventura: búsqueda de un local, búsqueda de información acerca de los aspectos legales y económicos, trámites varios, compra de material fotográfico, puesta a punto del local, decoración de escaparates y un sinfín de etcéteras.
Si queréis que os cuente todo lo que me fue necesario para montar mi negocio fotográfico, tenéis que esperaros al siguiente post.